Ascendiendo por mi garganta un malestar y bajando mi presión arterial, sentí mis párpados caer, y mis ideas entremezclarse.
Y súbitamente todo explotó, haciéndome quitar.
Quise que apartara la mirada, que parase esa tortura y que me dejaran escapar.
Quise soltar las lágrimas que se acumulaban en mis ojos y que me impedían ver con claridad, haciéndome más vulnerable, sintiéndome más vulnerable.
La garganta quemaba tras el furioso grito, y mi mente se cerraba. Ahora comprendo lo inútil de mis actos.
No pude correr, mis piernas estaban congeladas y mis brazos caían laxos en ambos costados de mi cuerpo.
Dejé que se acercara a mí, recibiendo una corriente de aire frio colándose entre mis ropas.
Su capa rozó mi brazo, el cual quedó congelado, para después percibir un ardor desde el interior.
Emitiendo un quedo quejido, pasó de largo, me ignoró y siguió con su camino.
Y yo, quieta, temblorosa y dolorida, no hice más que despertarme sudorosa y agitada.
Una escena tan común, tan leída y tan vista, que me da hasta pena publicarla, pero no me puedo callar… y gritar no es ninguna posibilidad.